Una de las romerías más emblemáticas de cuantas se celebran en la provincia y en España es la romería de San Bartolomé y la Virgen de la Salud, en el no menos inigualable y emblemático entorno del Cañón del Río Lobos.
Poco antes de las diez de la mañana son numerosos los romeros y peregrinos que procedentes de diversos puntos del país, encaminan juntos sus pasos en dirección a la pradera donde se asienta la ermita de San Bartolomé, a orillas del río Lobos y enfrente de la Cueva Santuario cuya historia se remonta a épocas prehistóricas.
Para los que estamos acostumbrados a visitarlo con cierta frecuencia y disfrutamos del entorno sin cruzarnos apenas con nadie, semejante avalancha de gente no deja de producir cierto sobresalto. Sin embargo, enseguida nos reponemos, entendiendo que es normal que la gente acuda en tropel en un día tan señalado, la Virgen de la Salud -la cuál descansa en soledad en su capilla de la ermita de San Bartolomé durante la mayor parte del año- arrostra bajo su manto una larga, larguísima tradición de milagros, que ha ido perpetuándose a lo largo del tiempo.
Es cierto que nos encontramos frente a una representación moderna de la Virgen original, que -al decir de los que tuvieron ocasión de conocerla- era ‘pequeña y negra’. Tampoco se ven los exvotos -manos, brazos y piernas de cera en su mayor parte, según me han comentado algunos vecinos del pueblo de Ucero- con que los fieles agradecían la intercesión de la Virgen en su curación, y que antaño se exhibían en el interior de la ermita. Incluso el Cristo de la Agonía -un soberbio ejemplar de Cristo gótico en el que se pueden apreciar varias cualidades, entre ellas las de mostrar lengua y dientes y ofrecer una perspectiva de agonía y muerte, según sea la posición desde donde se le mira- ya no luce, tampoco, esa larga melena que le llegaba casi a la cintura.
El desfile de personas, tanto en el exterior como en el interior de la ermita para besar el manto de la Virgen es notable.
La visión de nuestra Virgen entrañable y querida sacada a hombros por los romeros y paseada, como una reina, por los alrededores de la ermita crea momentos en los que su manto blanco, inmaculado, brilla como la luz de una luciérnaga al ser alcanzado por los rayos del sol, teniendo, como decorado de fondo, esos riscos y farallones sobre los que vuelan en círculos los buitres leonados.